Las medidas proteccionistas se han convertido en el banderín de enganche de Trump durante su campaña y parece que también en su Administración. Aranceles para las importaciones, acoso a las compañías americanas que quieren instalar sus factorías en países con mano de obra más barata, liquidación o reducción de los Tratados de Libre Comercio en los que participa Estados Unidos y un paulatino proceso de desregulación, comenzando por los mercados financieros, pero que puede seguir por otros sectores.
Muchos se preguntan, ¿hasta dónde llegará el nuevo inquilino de la Casa Blanca y hasta dónde llegará la oposición Demócrata con el fin de frenar esta fiebre proteccionista? Sin embargo, antes que esperar el desenlace, Europa debe prepararse y actuar para contener los nocivos efectos que esta política puede tener sobre nuestras empresas y las de países terceros. En suma, sobre la economía y el comercio internacional.
La Unión Europea (UE) y España están embarcados en los últimos años en un proceso contrario, al igual que ocurría en Estados Unidos en la era Obama, de mayor regulación, control y supervisión del sector financiero y de la competencia y la actividad en las empresas. Pero ¿se puede seguir por ese camino haciendo oídos sordos de las noticias que llegan del otro lado del Atlántico?
Impasse en Europa
Parece que no y, de hecho, se observa un cierto impasse en el entorno europeo en la tramitación de las normas de mayor calado en términos de control y supervisión de la actividad financiera y empresarial.
Pocos dudan que las medidas y la regulación preventivas puesta en marcha en Estaos Unidos con la ley Dodd-Frank y en Europa con Mifid I, Mifid II y la reforma de los sistemas de postcontratación resultan positivas e incluso necesarias para evitar riesgos y excesos como los que estuvieron en la base y en el origen de la crisis financiera iniciada la década anterior.
El nuevo gobierno americano parece querer desvincularse de las exigencias regulatorias de Basilea III
Lo que se debate en estos momentos es si la UE puede seguir adelante con estos procesos al margen de lo que ocurra en Estados Unidos, donde el presidente Trump se ha mostrado partidario de derogar o, al menos, suavizar la citada ley Dodd-Frank con argumentos, eso sí, de tan escasa solidez como que el rigor y los requisitos que esta norma impone deja a los empresarios sin poder obtener crédito y financiación.
Capítulo aparte merecen las señales emitidas por el nuevo gobierno americano para desvincularse de las exigencias regulatorias de los acuerdos de Basilea (Basilea III en su última expresión) sobre la banca, a instancias iniciativa del Foro de Estabilidad Financiera (FSB), presionando sobre Janet Yellen para que la FED, institución que preside, se desvincule tanto de la FSB como de los acuerdos de Basilea.
La UE debe valorar su actual posición. El Brexit ha sido ya un primer aldabonazo en cuanto a la necesidad de modular los avances regulatorios de la UE en este terreno.
Un mar de dudas
A pesar de que las autoridades y los funcionarios comunitarios tratan de pronunciarse con firmeza en cuanto a la continuidad de las medidas regulatorias de mayor control y supervisión de la actividad financiera, los riesgos de que se produzca un parón en este proceso son cada vez mayores, como se ha puesto de manifiesto recientemente con la presentación del Libro Blanco sobre el futuro de la UE, un monumento a la duda metódica.
El documento, que toma el año 2025 como referencia, plantea serias reservas, no ya sobre la capacidad de avanzar en una regulación más severa y preventiva ante futuras crisis en las economías de los países miembros sino sobre el proceso de integración global, desde todos los puntos de vista.
Entre los cinco escenarios que plantea como posibles el libro blanco, solo dos de ellos supondrían mantener el ritmo actual de integración y, uno de ellos, lo impulsaría hacia una Europa con instituciones más federalizadas. Las otras tres significarían, de hecho, una marcha atrás en el proceso.
Dos de estas últimas son opciones posibilistas, fruto de una cierta resignación, con una Europa a la carta que dejaría atrás a un buen número de países; una priorización de las acciones a acometer de forma integrada y conjunta, algo que en la práctica significa una reducción de los objetivos; y, finalmente, la más radical en el retroceso que significaría el abandono de la construcción política europea para limitarse a mantener un mercado común y un espacio único europeo, sin competencia de carácter más político.